Historias
Sabía que Dante vendría pronto a recogerla, pero no deseaba presentarse en esas fachas. Tan solo esperaba que a él no se le ocurriera regresar al lugar de anoche.
El vestido blanco seguía cautivando su deleite. Le parecía combinar muy bien con su cabello largo que caía como cascada sobre la espalda. Al verse en el espejo y notar su trasero ajustado comprendía que era el arma letal para cautivar a quien ella deseara.
Ya esperaba el suave ring.
Cuando lo vio parado allí en la puerta no pudo evitar lanzarse sobre él y besarlo. Con avidez subieron al coche y tomaron la carretera del Sur. Iban rumbo a la costa, allí se encontrarían con la noticia que tanto habían esperado. La casa al fin sería de los dos y nadie descubriría los cuerpos de madre y su joven amante.
Al final de la carretera, cuando llegaron a la casa, nunca se imaginaron que los cocodrilos de mar hicieran tan bien su trabajo.
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Alas para un vuelo cáustico
Aferrado al mundo que nos ha tocado vivir, voy. Agarrado a tus abrazos y a tus antojos, a tus deseos entrañables de amar, a tus pequeñas caricias insobornables.
Enriquecido por el dulce sabor de tus entrañas avanzo en el universo y distingo en mí, el noble azotar del aleteo denso y hermoso de mi ignorancia, ignorancia que se asemeja a la tenue brillantez del sol, ardiente como luciérnaga en el día, como antorcha enclaustra y derretida. Ignorancia que consagra mis madrugadas, que ilumina mis pasos, dulce ignorancia que santifica mi vida. ¿Qué sería de mí sin la nobleza de mi ignorancia? ¿Qué haría yo en mis despertares si no tuviera alas para emprender el vuelo?, ¿lograría asombrarme en mis tardes de vibrante pensar? ¡No! Nada más permanecería flácido y aburrido, perenne en mis lágrimas y avasallado por mi genética de desesperar aturdido. ¿Lograría acaso romper las olas del mar con mi soberbia mordaz? ¿Acaso podría avanzar sobre el tiempo como lo hace la nube, la hoja, la serpiente emplumada, o la eterna dádiva que no necesita recompensa? Reconozco mi osadía al decirlo de pie y con el rostro de frente ante la cascada que cae de la montaña, sé que lleno mis labios de palabras de asombro ante esta tromba de verdades que deslizan sobre mi piel, pero también sé que debo asirme a mi existencia como un sonriente ignorante de las cosas, pero también sé que vibro orgulloso por llenar mi necesidad de satisfacer su hermosa presencia en mí. ¡Bendita ignorancia la mía!
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Dos alas
Nuestra casa estaba emplazada en el fondo de la barranca, no era un palacio, pero venía a ser el trofeo por la victoria conseguida tras la guerra: vivienda mínima a cada uno de los combatientes.
Juntos disfrutábamos de los logros. Desde el patio engramado no era posible mirar la carretera que conducía al pueblo, pero sí era un buen lugar donde descansar y ver el amanecer. A ella no le gustaba permanecer allí, decía que había demasiados insectos que mortificaban su piel blanca y tersa, que no la dejaban en paz. Hubo más de una vez, que por las tardes, nos sentábamos a conversar a la sombra del mango de la Bavaria Fruit Estate que venía incluido con la casa. Nos confiábamos secretos de esos que no se le cuentan a nadie. Me encantaba ver sus mechones rubios que caían sobre su rostro y hablaba de su madre, del tiempo que estuvo exiliada y de la manera difícil que vivieron junto a otra amiga de la Universidad, de la lucha que llevaron por hacer desaparecer la ley del Apartheid, y todo lo difícil que significó convivir con gente de color siendo británica. Así pasábamos horas enteras contándonos anécdotas acerca de las luchas populares, de los tormentos, de los días en prisión y cuando fuimos liberados. Lloraba al recordar la gente que murió por el ideal de que los seres humanos conviviésemos en paz.
Esta mañana no ha sido igual a las demás: un café servido con particular desagrado me pareció suficiente indicio y dio la certeza de que todo había terminado. Ese gesto suyo, de tanta frialdad, me confirmó que cumpliría lo hablado la noche anterior donde, hubo gritos y ofensas. No era su voluntad asustarme pero dijo que se marcharía. Aquel fuerte deseo de permanecer juntos que por años se adueñó de nosotros, había finalizado.
“Debo salir”, le dije con voz debilitada. Sabiendo que ya no la vería, no hice nada por persuadirla, aunque no soy muy dado a besuqueos ni abrazos, me nació hacerlo, me pareció que un beso en esas condiciones sería como decirle que le deseaba lo mejor.
Desde nuestro patio engramado comencé a caminar sin rumbo fijo, quizá buscando una respuesta a mis dudas o alguna solución a mi problema. Pensé en Horac, un amigo de la infancia que describía muy bien los instantes con mujeres: “Son encantadoras si se enamoran”. Lo más sorprendente, decía, es la alegría con la que despiertan. “La fémina satisfecha, amanece que solo es risa y risa. Canta mientras barre, te sirve el desayuno en la cama y te pide que no abandonen el momento. Todo esto ocurre al instante que ronronea sobre tu oreja y el cuello”.
¿Te sorprendo?, le dije, te sorprende mi visita. Es que hablas tanto de las mujeres: la mía no creo encontrarla cuando esté de vuelta en casa, es más, pienso ya irá muy lejos.
“No creas tú que conozco la verdad de las mujeres, por eso es que recomiendo a alguien que sí sabe. Posible te venga bien el dato”. Me habló de «La Regana». “Este hombre tira las cartas, fuma el puro, crea almizcles milagrosos y limpias. Te llena de verdaderas noches de pasión y fuego. Él posee la fórmula perfecta. Eso sí, no vayas a preguntar nada, ni siquiera de como perdió su brazo”.
Y fue así que consulté con el manco de «bigote de Hitler», esa era su estampa. Costaba creer que ese hombre que vivía en un rancho de paja sin puertas y que no se quitaba el sombrero por nada, era la solución para evitar que mi mujer se fuera.
Hizo que me sentara en una silla colocada al centro de un círculo teñido con la sangre de una gallina que degolló frente a mí. T Calzaba sandalias de cuero con dos alas estampadas Corría hasta el pequeño altar donde colgaba la foto de ella que le di al llegar. Mientras danzaba “Afrikáans Blues” le pegaba un jalón al puro que tenía entre las brasas preparadas con alquitrán y hojas de guarumo seco —trababa los ojos, alzaba la voz, decía jerigonzas—. “Ahora, tú, dale un sorbo al té y una calada al puro”, mientras pasaba por mi cuerpo un ramo grueso de hojas resecas que olían feo. Y cuando soltaba el humo, cerraba los ojos y fruncía la cara, más de lo que la tenía. “No era fácil tragar tanto humo toda la mañana”, pensé.
«Con esto basta, es suficiente. Con ello tendrá y se afianzará a tu cuello como nunca lo hizo».
No quise caminar hacia casa. Un par de tragos al entrar la noche aliviaron mi pena. Nunca había escuchado música Góspel en una cantina. Un grupo coral originario de Lesotho me hizo orar, cantar, aplaudir y emborracharme.
Logré llegar hasta la casa como pude.
“No ha salido en todo el santo el día”, me dijo una vecina cuando le pregunté.
Una vez entré, la vi: parecía esperar por mí, sentada en el sofá con las piernas recogidas, descalza y de falda corta. Su mirada no era la de siempre. No sé si se marchó alguna vez, si se cumplió el mandato hechicero o fueron mis oraciones en la taberna.
Anoche dormimos poco. La luz luna que entraba por la ventana fue testigo de cómo el color de mi piel volvió a confundirse con el de ella y la desvergonzada manera que volvió a gimotearme al oído lo bien dotado que era.
Después del festejo, extrañado, la escuché cantar en inglés una canción de Elvis, mientras hacía limpieza.
Por la tarde, charlamos en el patio, tirados sobre el césped bajo el árbol de mango y con los insectos encima.
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ú no le cuentas nada pero ella es intuitiva y se da cuenta de todo lo ocurrido. Ahora traje tomates y pepinos para la ensalada fresca, espero que ella no se dé cuenta porque es seguro la tendremos acá para almorzar. Es inevitable su visita si llegase a saber que tendremos vegetales, no digamos la sopa de plátano verde que tú preparas. La única razón por la que se detendría en venir, es por lo de los alacranes, ya sabes lo miedosa que es y con tantas ideas que le han contado de nosotros. La última vez salió de la casa huyendo cuando le dijimos que la picadura de esos insectos era mortal. Espero que sea el remedio para no tenerla aquí. Aunque yo creo que no viene a la casa por comer, ni por otra razón más que por indagar acerca de la Rutilia. Ya ves cómo va preguntando y trata de saber más de lo debido. Más parece una impostora y resultará al final una investigadora de las autoridades. Pero ya ves, la casa está asediada por tanto curioso, que resulta difícil protegerla. Cualquiera desearía entrar a conocer como una mujer se convirtió en abeja y que ahora convive en una colmena. Pero cómo le explicamos que es nuestro experimento, que se nos salió de las manos. Pensará que somos un matrimonio de científicos locos y que deseamos el mal ajeno, nunca creerán que en la Apis mellifera iberica se encuentre la medicina que buscamos.
Edgardo Benítez